Día 50

Dormir. Por fin he podido dormir a pierna suelta. Esta noche he sido capaz de cerrar los ojos y sentir que la tranquilidad volvía a mi ajetreada vida. Aún sigo preguntándome por qué un loco tarado se ha entregado, asumiendo la responsabilidad de los asesinatos, pero me da igual. Ahora estoy aquí, Judas ha muerto, y yo vuelvo a ser el que era.

Son las nueve de la mañana. Tengo que empezar a replantearme mi vida. Empezaré por hacer deporte otra vez. Tendré que buscar un empleo. La idea de volver a relacionarme con la sociedad me da asco, pero es la única forma de seguir llevando a cabo mi plan.

Me visto. Salgo a la calle. Me acerco hasta el quiosco. Quiero comprar el periódico del día. Estaría bien ver las noticias, y de paso buscar algún trabajo. Allí está el joven encargado. Definitivamente el pobre viejo no volverá. Le saludo. Me devuelve el saludo como si no le importara demasiado. Evito pensar demasiado en él. Es un maldito inútil. Con el periódico del día me da un suplemento: «guía de ocio en la ciudad». Lo miro. No me gustan estas gilipolleces.

–Debería echarle un vistazo. A veces hay cosas interesantes.

Vuelvo a casa. Quiero leer con tranquilidad las noticias. Me siento en un sillón, con un café. Abro el periódico. Suena el teléfono. Joder. Dejo el periódico encima del sillón y me levanto hasta una mesa. Cojo el teléfono y descuelgo.

–¿Diga?

–No se cómo lo has hecho, cabrón. Pero te estaré vigilando -la voz del inspector al otro lado de la linea me sobresalta. Cuelga.

Me giro. Voy hacia el sillón. Veo un sobre blanco caído en el suelo. El corazón comienza a latir con fuerza. Mierda. No. No puede ser. Parece que ha caído del periódico. Lo recojo. Miro en su interior. Hay un papel, escrito a mano, con tinta negra. Es un número de teléfono.

Mi pulso se acelera. Vuelvo a coger mi móvil. Marco el número. Oigo la señal. Alguien descuelga. Permanece en silencio.

–¿Quién eres? –Pregunto despacio.

–Enhorabuena por tu salida de la cárcel, maestro. ¿O debería decir pobre pelele aprendiz? Eres mi más preciada marioneta. Jamás podrás librarte de mí.

La imagen del joven quiosquero aparece ante mí, mientras escucho su voz, tranquila y segura, como la de un Dios que ha estado manejando mi vida desde el principio.