Día 26

Mi paseo nocturno no duró demasiado. Una extraña sensación de inseguridad invadió todo mi cuerpo. La calle estaba completamente vacía. No había ni un alma. Las noticias de un posible asesino en serie corren por todos los telediarios nacionales del país. La gente está asustada. Tienen miedo a salir de casa. ¿Debería yo también asustarme? Un coche de policía pasó cerca de mí. Noté sus miradas clavadas en mí. Escrutaban mis movimientos. Continué mi camino un par de calles más y giré en una esquina, lejos de la mirada inquisitiva de los agentes. Decidí volver a mi casa. Aquella no había sido finalmente la gran noche que pensaba.

Despierto. Mejor dicho, no duermo. Las imágenes siguen pasando por mi cabeza sin control. Ideas que surgen de algún oscuro rincón de mi mente. Las ojeras están cada vez más marcadas en mi rostro. Mi cerebro funciona lento. Soy incapaz de concentrarme en mis objetivos. Tengo que hacer algo. Salgo de casa. Camino del trabajo recuerdo que tengo una cita con el inspector. Mierda, tengo que ir hasta la comisaría. Aún tengo tiempo así que decido ir dando un paseo. El día ha amanecido algo nublado y fresco, pero necesito que me dé el aire en la cara. La gente camina a mi alrededor deprisa. Muy deprisa. Por la calle los coches aceleran y frenan desquiciados. Veo a un tipo gritando a través de la ventanilla, desde dentro de su vehículo. Creo que está gritando a un motorista que está parado a su lado. Gilipollas. Son como simios, los dos. Patéticos. El motorista da una patada al coche del gilipollas número uno. Él es el gilipollas número dos. La gente sigue su ritmo. Yo también.

Continúo mi paseo. Un tipo delgado, con ojos rojos y barba de varios días me detiene. Balbucea. Creo que me está pidiendo dinero. Miro alrededor. No hay nadie. Ha aprovechado una callejuela vacía para pedirme algo. No, no me pide, me exige. Entre sus tristes palabras consigo entender cuchillo. Me está atracando. Joder, me atraca un puto heroinómano, a mí. No llevo nada para defenderme. Voy camino de una comisaría. Esto es el colmo. El tipo comienza a sacar un cuchillo de su pantalón. Justo antes de que lo saque del cinturón me acerco rápidamente a él. Cojo su cuello desde atrás con mi mano izquierda. Mi mano derecha agarra su brazo y aprieta fuerte. Empujo hacia él y hacia abajo. Un breve gruñido sale de su boca. Un quejido. Un comienzo de lamento. Le miro. Creo que me intenta decir algo. Alrededor sigue sin haber nadie. Vuelvo a empujar su mano. Una mancha oscura comienza a surgir de su pantalón, cerca de la ingle. Su cara comienza a palidecer. De repente, sus ojos pierden el color rojo de hace unos segundos. Le empujo. Por éste nadie llorará. Para éste no habrá primera plana en los periódicos. A éste no le ha matado un asesino en serie. Continúo mi camino. No quiero llegar tarde a mi cita.

La reunión con el inspector es de lo más curiosa. Me comenta que hay una pista que le puede conducir al asesino de Lorena y las otras chicas. Me comenta algo de una banda de Europa del este. Me enseña unas fotos. No reconozco a ninguno de ellos. La mayoría, me comenta, están fichados y reclamados desde hace tiempo. Son unos hijos de puta muy deseados. No entiendo por qué me enseña estas fotos. Creo que quiere ver la expresión de mi cara. Hace un comentario sobre mi aspecto cansado. El trabajo, respondo. Asiente con la cabeza. Recoge las fotografías con parsimonia. Ordena sus carpetas. Clava su mirada en mí. Silencio. Por fin, habla.

–Eres el mayor cabrón que he conocido. Pero eres listo, hijo de puta –dice con la voz suave, tranquila. Se levanta y me acompaña a la puerta. Empieza a molestarme su presencia, y mucho más su grosería. No soporto la grosería.