Día 32

La pregunta del chaval ha atormentado mi cabeza durante toda la noche. No he podido pegar ojo. ¿Quién mató a esa chica? ¿Quién mató a Lorena? ¿Y a las otras? Trato de recordar quién pudo hacer algo así. A mi cabeza vienen imágenes de sus caras en el momento de ver la muerte de cerca. Siento una enorme excitación cuando las recuerdo en su último momento, en su último aliento. Me imagino a mí mismo asesinando a esas chicas. No, no es imaginación. Soy un asesino. Creo que lo he sido toda mi vida. Miro el reloj que hay sobre la mesilla al lado de mi cama. Son las 5:15 de la mañana. Desactivo la alarma antes de que suene. No he dormido nada.

Me doy una ducha para despejarme. Desayuno en silencio. No se oye ningún ruido. Un silencio solemne se adueña del mundo. A las 6:30 salgo a la calle. Las calles están casi vacías a esta hora. Aún falta un buen rato para que la ciudad comience a mostrar su aspecto más amargo: la gente. La gente es el mal de esta ciudad, de todas las ciudades. Los sitios no son malos. Los hacen malos las personas. Camino hacia una calle principal. Me detengo junto a la calzada y espero que pase un taxi. Veo uno a lo lejos. Hago una señal con mi mano y automáticamente veo sus intermitentes encendiéndose y apagándose. Se detiene junto a mí. Abro la puerta trasera del vehículo y subo.

Lo primero que noto en su interior es un olor extraño. Ese maldito olor que tienen todos los taxis. Esa mezcla de todo tipo de hedores corporales, desodorantes, colonias y ambientadores tan típica de este transporte. Son como las putas de los coches. Te llevarán donde quieras por dinero. En el fondo todos somos putas. Nos dejaríamos follar por dinero. Todos. Pienso en esto mientras indico al taxista que me lleve a la estación de tren. Putos viajes de trabajo. Sigo pensando en alguna persona que no se dejara follar por dinero. No soy capaz de imaginar a nadie. Casi todos los hombres se dejarían follar por casi todas las mujeres de este planeta sin pedir nada a cambio. Al resto les bastarían unas pocas monedas para convencerse. Las mujeres serían más selectivas. No se dejarían follar por cualquiera a cambio de dinero. Pero sí por algunos. Cada vez me convenzo más de que el proceso de evolución está deshaciéndose.

Debo dejar mis reflexiones para otro momento. El conductor del taxi ha detenido el vehículo y lee en voz alta la cifra que marca el taxímetro trucado que lleva pegado al salpicadero del coche. Pago. Vuelvo a caminar por los grandes espacios abiertos de la estación. Debo buscar mi tren. Unos paneles luminosos indican todo lo necesario. Vía, andén, hora de salida. Por fin encuentro mi tren, mi vagón y mi asiento.

El tren arranca con puntualidad. Hasta ese momento no me había fijado en que junto a mí hay otra persona sentada. Joder, maldita sea. Me mira. Intento apartar la mirada antes de que pueda pensar que me apetece escuchar su voz. Es tarde para eso. Empieza a hablarme. Joder,

¿de qué puede una persona querer hablar con un desconocido a las 7:45 de la mañana? Mierda, su voz se clava en mis oídos. Me machaca. Martillea mi mente. Yo contesto. Hablo. Actúo. Vuelvo a actuar. Sigo siendo el gran actor de este puto circo mundial. Me intereso por sus negocios, pero noto cómo crece dentro de mí el odio hacia ese cadáver mental ambulante. Debo tranquilizarme. Evalúo la situación. Me quedan tres horas con este capullo al lado y no puedo hacer nada. Pienso en lo que vendrá después del viaje. Mierda, el chulo engominado y uno de los capullos de mi departamento me esperarán en la estación destino. Cierro los ojos. El sueño se empieza a apoderar de mí. Perfecto. Espero poder dormir ahora y despertar cuando un atisbo de luz roce las mentes mediocres de estos hombres. Buenas noches, hasta entonces.