Día 3

Anoche salí a tomar una copas con algunos compañeros de trabajo. También se apuntó un jefe en lo que supongo era un desesperado intento por tener algo de vida social y salir de esa asquerosa amargura en la que, estoy seguro, se encuentra sumido. Cerdo asqueroso. Paseaba su cuerpo por el bar, con una estúpida sonrisa en la boca, haciendo chistes entre sus empleados, bromeando y diciendo tonterías. Gilipollas. Intentaba demostrar inteligencia y humor. Maldito imbécil.

Es patético ver gente intentando ser aceptada socialmente; verles hacer chistes que consideran inteligentes; oírles opinar sobre cualquier tema de actualidad como verdaderos expertos; escuchar sus chistes; hablar de lo interesantes que son sus actividades fuera del trabajo. Te miran esperando que des tu aprobación. Idiotas, imbéciles.

Yo quería salir de allí. Estar en un sitio cerrado con toda esa gente me daba náuseas. Entré en el baño y allí estaba uno del departamento de contabilidad. Genial. Ahora mearemos los dos en silencio, y él intentará mirar mi polla por encima del separador del urinario, pensé. Quiero matarle. Me mira sonriendo mientras se sacude el pene después de mear. Ese tío se estaba tocando la polla mirándome. Le hubiera matado allí mismo. Me imaginé su cabeza golpeada contra el blanco mármol mojado de orina. Ver su sangre y restos de su masa encefálica empapados en su propia mierda hubiera sido una bonita forma de acabar la noche. Sin embargo rompió el silencio y el hilo de mis pensamientos:

–¿Has oído lo del hombre degollado en la calle? Ayer, por la mañana. Lo leí en la crónica de sucesos del 20 Minutos. La gente está loca, ¿verdad?

–No sabía nada. La gente está desquiciada.

–Lo peor es que no saben quién pudo ser, ni por qué. Le podría pasar a cualquiera.

–Sí –dije–, le podría pasar a cualquiera.

Sonreí. Lavé mis manos y salí de aquel baño. Me despedí de la gente y me fui a casa. Mañana será otro día, pensé.