Día 43

El trayecto en taxi, aunque corto en distancia, se ha hecho eterno. El taxista, un hombre delgado, completamente calvo, de mediana edad, ha resultado ser uno de esos tipos que tienen la extraña virtud de hacer que un viaje de veinte minutos se convierta en una pesadilla. Ha decidido compartir conmigo sus problemas familiares y económicos. También se ha propuesto arreglar la política del país e instaurar, mentalmente, la pena de muerte para la mayoría de delincuentes.

Por fin he podido llegar al hospital. En la habitación 416 está mi objetivo. Aún no tengo muy claro cómo debo hacerlo. Primero quiero observar la situación. Paso frente al mostrador de recepción con la seguridad de un hombre que sabe a dónde va, o que lo hace a menudo. Subo hasta la cuarta planta. Doy un paseo por el pasillo, revisando todos los números de habitación. La mayoría de las puertas están cerradas. Llego a la 416. Miro. La puerta está abierta. No se oye ninguna conversación en su interior. Me detengo. De repente, detrás de mí, una voz conocida. Me giro. Allí está Marta, mirándome extrañada.

–¿Qué haces aquí? –pregunta con voz firme.

–Hola Marta. Te estaba buscando. Necesitaba hablar contigo. Suponía que podría encontrarte aquí , junto a él –miento. Acabo de inventar una mentira. Iba a matar a tu ex marido, Marta. Lo iba a asesinar para que no pudiera reconocerme. Para que no pudiera decirle a nadie que aplasté su cráneo contra la acera, porque le confundí con un maldito loco que pretende acabar conmigo.

–Dime qué coño haces aquí. Eres un gilipollas.

–Marta, tienes que escucharme. He venido para explicarte qué está pasando. Alguien quiere hacerme daño, y a ti también. Por eso te llamaron por teléfono. Alguien, no sé quién, quiere apartarme de ti, de todo lo que tengo. Y creo que es la misma persona que le hizo esto a él.

–Él no recuerda nada de lo que pasó. Los golpes le impiden recordar. ¿De qué me estás hablando? Estoy harta de ti y de todo esto. No quiero volver a verte nunca más. Si te vuelvo a ver cerca de mí, llamaré a la policía.

–Pero yo intento ayudarte.

–Vete. Vete de aquí. Para siempre.

Ella entra en la habitación. Me quedo allí, de pié, solo. Espero unos segundos. Doy media vuelta y me dirijo a la salida. Ya no tengo mucho más que hacer allí. Por lo menos sé que él no se acuerda de nada. Pero la he perdido. Para siempre. La he perdido para siempre. Salgo del hospital caminando. Voy hasta una parada de taxis. Subo en uno. Quiero ir al cementerio. Necesito ver a mi madre. Hablar con ella. Ella sabrá guiarme. Ella sabrá lo que tengo que hacer.

Permanezco casi una hora junto a la tumba de la única persona que no me falló en mi vida. A la salida paso frente a la tienda de flores. Hay alguien en su interior. Tiene el mismo nombre. Entro. Es otra chica joven. También es atractiva. Me mira. Mira su reloj. Entiendo que está a punto de cerrar. Son casi las ocho de la tarde. La miro. Tiene cierto parecido con la anterior dependienta. Creo que son hermanas. No digo nada. Doy media vuelta y salgo por la puerta. Puedo ver su cara desconcertada al salir por la puerta.

Decido coger el metro hasta mi barrio. Mientras camino hacia mi casa me cruzo con el joven que lleva el quiosco últimamente. Vive por la zona. Nos paramos a charlar. Pregunto por el viejo. Me dice que está algo mejor, pero que posiblemente no vuelva al quiosco.

–¿Sabes lo del hombre que aplastaron el cráneo? –dice.

–¿A qué te refieres?

–Acaban de decirlo por la radio. Ha muerto hace unos minutos. Un escándalo. Parece que un médico del hospital se ha vuelto loco y le ha clavado un cuchillo.

Me quedo paralizado al oír la noticia. No lo puedo creer. Nos despedimos. Camino hasta mi casa. Busco en el buzón. Un sobre blanco. Esta vez no ha subido a casa. Lo abro. Una nota, escrita a mano: «Sabía que no serías capaz de hacerlo. Tranquilo, ya me he encargado yo». Intento imaginar cómo. Creo que admiro a ese tipo. Creo que admiro a Judas.