Tipos luciendo trajes caros. Cabellos peinados en peluquerías donde conocen tus apellidos. Bolígrafos con incrustaciones de oro. Intercambio de tarjetas. Apretones de manos. Sonrisas falsas. Preguntas absurdas. Respuestas más absurdas aún. Reunión de negocios.
Llevo casi un día entero reunido con esta gente. Ayer pasé casi doce horas mirando las mismas caras. Hablando de las mismas estupideces. Hoy llevamos aquí dentro tres horas y seguimos hablando. Nosotros hablamos, hablamos, hablamos. Después escuchamos un rato. Entonces alguien dice algo así como que todo está claro, que tenemos que ponernos en marcha. Todos asentimos con la cabeza. Una voz al otro extremo de la mesa comenta algo al respecto. Todo se vuelve a fastidiar. Volvemos a empezar. Otra vez. Mierda. Jamás saldremos de esta puta sala de reuniones.
Pasan dos horas más. Después de casi un día y medio todos están de acuerdo en que deben ponerse de acuerdo. Yo tengo las solución en mi cabeza pero no lo puedo decir. Mi jefe jamás lo permitiría. Es mejor que se les ocurra a ellos. Sólo podemos guiarles hacia la solución que deseamos, no podemos imponerla. Joder si es la maldita única solución a su problema, ¿por qué no puedo cerrar la boca del puto gordo barbudo que atormenta mi existencia? Nuevamente lo veo claro: reunión de negocios. El gordo barbudo mira su reloj. Un reloj caro, muy caro. Propone salir a comer. Todos asienten. Vayamos al restaurante ese del cordero y buen vino, dice una voz. Es en lo único que piensan. Comer, beber, tontear con la camarera cuando nos sirve la comida y mirarla el culo cuando se aleja de la mesa. Reunión de negocios.
Durante la comida se habla de varios temas. Trabajo, empresas, dinero… negocios. Estamos a punto de tomar el café cuando mi móvil comienza a sonar y vibrar dentro de mi chaqueta. Respondo a la llamada. Es el señor inspector. Me levanto de la mesa pidiendo disculpas. Salgo fuera.
–Qué tal amigo mío –dice con voz irónica–. Quería yo hablarte de un tema importante. La chica asesinada anoche. Supongo que sabrás de quién te hablo, ¿verdad?
La pregunta me deja atónito. No tengo ni idea de lo que me está hablando. Se lo hago saber. Ríe. El muy cabrón se echa a reír. Comenta que una pareja de policía ha pasado esta mañana por mi domicilio, pero no había nadie.
–Íbamos a buscarte al trabajo pero antes he preferido llamarte. Estamos en la entrada de tu oficina. Prefiero que bajes tú –me dice. Ahora soy yo el que sonrío. Le hago saber que no estoy en la ciudad.
–Estoy en un viaje de trabajo. Salí ayer a las siete de la mañana. Puede preguntar a quien quiera. Ahora mismo estoy en una importante comida de negocios. Para más señas le diré que estoy en Barcelona. Y ahora si no tiene nada más importante que decirme, inspector, le agradecería que me permitiera seguir ocupándome de mis asuntos
El inspector permanece unos segundos en silencio. Ambos permanecemos callados.
–¿Puede usted demostrar que anoche no estuvo en Madrid? –pregunta. La voz le ha cambiado. No puedo ver su cara pero adivino cierto grado de ira, indignación y nerviosismo en su rostro.
–Por supuesto. En mi empresa y en el hotel donde me alojo puede obtener toda la información que precise –respondo con tranquilidad. Le doy la dirección del hotel. Me asegura que lo comprobará. Cuelga.
Vuelvo a entrar en el restaurante. En la entrada hay unos periódicos, sobre una pequeña mesa al efecto. Miro la portada de uno de ellos. “El asesino de mujeres actúa de nuevo en Madrid”, reza el titular. No puedo evitar leer el breve resumen de la noticia. Una mujer joven aparece degollada junto a su coche, en un garaje.
–Es horrible, ¿verdad? –dice una camarera del restaurante al ver mi rostro confuso, preocupado. La miro.
–Sí, es horrible –respondo–. Horrible.